Un niño es encontrado por una partida española en las inmediaciones del arroyo de Chamangá, cerca de la gruta del Palacio. La excursión punitiva contra los infieles no había dado muchos resultados, y volvían al fuerte con tres bajas y cinco malheridos, algunos por flechas y otros por esas raras piedras giratorias que tan bien manejaban los charrúas. El hallazgo de aquel pequeño, desnudo y dormido entre los pastizales, fue tomado como un pequeño y fingido triunfo; al menos llegarían al fuerte con un cautivo.
El capitán Torrado no había participado de esta operación y sería buena cosa reportarle una noticia positiva después de tantas adversidades en aquel terrible verano en las fronteras meridionales del reino de Castilla. En cualquier caso el pequeño cautivo daría beneficio, bien para instruirlo en la lengua española y hacerlo intérprete, bien para canjearlo por soldados apresados, por mujeres o por comida si el sitio de las tribus volvía a concretarse.
Pero aquel niño no parecía conocer ni una sola palabra, no ya del idioma de los soldados, sino de lengua alguna.
Trataron de enseñarle por señas, usaron las palabras más conocidas de los infieles, usaron los brevísimos glosarios de la lengua guaraní que los jesuitas guardaban como tesoros. Le dibujaban objetos en el suelo, imitaban sonidos de animales para luego decir sus nombres. Se presentaban señalándose unos a otros y pronunciando apellidos y ciudades. Se tocaban distintas partes del cuerpo y repetían hasta el hastío los nombres correspondientes... pero el pequeño permanecía con expresiones de asombro, sorpresa e incluso algo de alegría por la profusión de movimientos y sonidos... Y no sólo era llamativa la falta de inteligencia para asociar sonidos con ideas: ya resultaba inquietante la mirada serena, sin odio ni miedo, como quien mira desde una superioridad inmune y despreocupada. No era lógico que un hijo de la tierra se comportara así. Conocían de sobra las miradas de pavor o desprecio de los prisioneros, tantas veces capturados y vejados en las guerras contra la Morería. Y los más veteranos sabían que el lenguaje del odio y del terror es el mismo cualquiera sea la tierra que conquisten.
Pasaron horas y días y el pequeño ni se rebelaba ante los castigos y pequeñas torturas, ni parecía mellar su estado físico ante la falta de alimentos y agua.